En octubre de 1995 los astrónomos Michel Mayor y Didier Queloz saltaron a la fama por descubrir el primer planeta fuera de nuestro sistema solar. El nuevo planeta orbitaba la estrella 51 Pegasi, a 48 años luz del Sistema Solar. Debido a su lejanía, el planeta no era visible de forma directa a través de ningún telescopio y el equipo de astrónomos detectó su presencia midiendo el tirón gravitatorio que provocaba sobre su estrella. Esta influencia gravitatoria se traducía en un minúsculo movimiento oscilatorio de la estrella que podía ser detectado con espectrómetros de alta precisión midiendo la velocidad radial resultante gracias al efecto Doppler. Los medios se volvieron locos: ¡el primer planeta extrasolar de la historia! Sin duda era un gran descubrimiento. Pero había un problema: 51 Pegasi b, como había sido bautizado el nuevo mundo, no podía existir.
Según las mediciones, la masa del planeta era aproximadamente la mitad de la de Júpiter. Es decir, se trataba con toda seguridad de un gigante gaseoso. Pero como todos sabemos, los planetas gigantes se encuentran en nuestro Sistema Solar lejos del Sol. Si estuvieran más cerca, los modelos teóricos sugerían que el aumento de la temperatura resultante ocasionaría la pérdida de su atmósfera -compuesta principalmente por hidrógeno y helio-, por lo que obviamente los gigantes gaseosos sólo se podían formar lejos de sus estrellas.
Pero se ve que 51 Pegasi b no sabía nada sobre modelos de formación planetaria, ya que orbitaba a su estrella a tan sólo 8 millones de kilómetros de distancia. Si tenemos en cuenta que Mercurio -el planeta más cercano al Sol- está situado a más de 45 millones de kilómetros, el asombro de los astrónomos era evidente. Tanto, que en un principio Mayor y Queloz dudaron sobre la veracidad de su propio descubrimiento. Al fin y al cabo, un planeta de este tipo no podía existir y su búsqueda no se centraba en los planetas, sino en las enanas marrones (objetos de transición entre las estrellas y los planetas). Quizás habían pasado por alto algún punto y los errores habían empañado los datos. Sin embargo, los resultados eran tozudos: 51 Pegasi b era real y se encontraba allí donde nadie había pensado que un planeta podía existir. Para alivio de Mayor y Queloz, días después del anuncio del descubrimiento el equipo norteamericano liderado por Geoffrey Marcy y Paul Butler confirmó de forma independiente la existencia de 51 Pegasi b. Al poco tiempo se detectarían planetas con características similares alrededor de las estrellas 47 UMa y 70 Vir. Estos nuevos mundos se denominarían “Júpiteres Calientes” (Hot Jupiters), haciendo honor a su alta temperatura.
Los astrónomos se vieron ante sí con la tarea de explicar cómo podía ser posible que un gigante gaseoso sobreviviese a las enormes temperaturas de las cercanías de una estrella, lo que constituía toda una revolución en los modelos de formación planetaria. De hecho, los primeros modelos que se propusieron no lograron agradar a todos y muchos científicos seguían convencidos de que los nuevos planetas no podían existir. Incluso en una fecha tan tardía como 1997 apareció un artículo en Nature sugiriendo que los nuevos planetas no eran más que pulsaciones estelares que habían confundido a los espectrómetros de los astrofísicos. Pero los descubrimientos se sucedían y los resultados aguantaron todos los asaltos destinados a cuestionarlos. La primera victoria teórica vino de la mano de Alan Ross, quien ya en 1995 publicó un artículo en el que revisaba los modelos de formación planetaria y sugería que los gigantes gaseosos podían formarse a menos de 600 millones de kilómetros. No obstante, este modelo seguía sin explicar las pequeñísimas distancias orbitales observadas en los Júpiteres Calientes.
La explicación final resultó ser mucho más curiosa: los planetas no permanecen a la misma distancia de su estrella desde el momento de su formación, sino que migran, a veces de forma drástica. Un planeta nace a partir del disco de material resultante de la formación estelar, denominado disco protoplanetario. Este disco termina por desaparecer tras la formación de planetas y gracias también al “viento estelar” (un flujo continuo de partículas provenientes de la superficie de la estrella). Se descubrió que estos discos pueden frenar el movimiento orbital de un gigante gaseoso recién formado, ocasionando que su órbita decaiga en espiral hacia su estrella. Esto puede explicar que encontremos gigantes gaseosos situados a distancias muy pequeñas. La cuestión es saber cómo se logra frenar este proceso para evitar que el planeta sea engullido por su sol. Lo cierto es que en algunos casos se supone que los planetas recién nacidos acaban “devorados” por sus propias estrellas víctimas de este frenado. En otros sistemas, las estrellas jóvenes pueden eliminar los discos protoplanetarios gracias a los vientos estelares, eliminando el frenado en los gigantes gaseosos y dejando a los planetas a las distancias que podemos observar en la actualidad.
Ante este escenario de carambolas planetarias, ¿podemos considerar a nuestro Sistema Solar una excepción? Pues parece ser que no. Aunque obviamente nuestro sistema no tiene ningún gigante gaseoso cerca del Sol, los modelos más recientes apuntan a que Júpiter se formó más lejos de su posición actual, mientras que Saturno, Urano y Neptuno lo hicieron más cerca. Por suerte para la Tierra, el proceso de migración del gigante joviano se frenó antes de que pudiese afectar a nuestro planeta, lo que hace que nos preguntemos cuántos planetas terrestres de nuestra Galaxia habrán corrido peor suerte. Los procesos de migración planetaria no son por tanto una mera teoría abstracta: la misma existencia de nuestro planeta está vinculada a ellos.
Recreación artística de un Hot Jupiter (fuente).
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