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Monday, July 27, 2009

40 años del Apolo 11 (11): reflexiones

Si a alguien le hubiesen dicho en 1969 que dentro de cuarenta años el hombre no viajaría a la Luna, ni a Marte, ni a ningún otro lugar del Sistema Solar, y que sólo se limitaría a dar vueltas en órbita baja, difícilmente lo habría creído. Porque a finales de los años sesenta la exploración tripulada del espacio parecía ser algo tan seguro como inexorable. Primero, la Luna, y después el resto del Sistema Solar, sería visitado por el ser humano en las décadas siguientes. El Apolo 11 no era más que el primer paso. El espacio era la última frontera y no íbamos a renunciar a ella.

Pero lo hicimos. Y es que el legado más importante de las misiones Apolo es precisamente su singularidad histórica. Lejos de ser el primer paso en la exploración de nuestro Sistema Solar, Apolo fue un hecho único, una anomalía en el curso de la Historia, de ésas que sólo surgen de tanto en cuanto gracias a la alineación de múltiples factores geopolíticos. Está claro, y diciendo esto no vamos a descubrir nada nuevo, que Apolo fue un producto directo de la Guerra Fría. Y sin embargo es fácil imaginar un mundo donde el programa Apolo no se hubiese materializado. Sin las continuas humillaciones en materia espacial que sufrieron los EEUU a manos de la Unión Soviética durante el periodo 1957-1963, Apolo no habría existido. En un, mundo donde el Vanguard hubiese sido el primer satélite artificial de la Tierra y Alan Shepard el primer hombre en el espacio, habría existido una carrera espacial entre ambas superpotencias, sin duda, pero con una intensidad mucho menor. Podemos imaginar perfectamente una competición espacial limitada a la órbita baja usando estaciones orbitales, muy similar a la que tuvo lugar a partir de 1972. Quizás, con el tiempo, se hubiese planteado realizar viajes tripulados a la Luna, pero seguramente no antes de los años noventa. En cualquier caso, la caída de la URSS en 1991 habría liquidado cualquier vestigio de carrera espacial, al igual que en nuestra línea temporal.

Somos muchos los que echamos la vista atrás y nos lamentamos de las oportunidades perdidas. Si en 1969 llegamos a la Luna, a estas alturas podríamos tener una base en Marte. Pero en realidad, el problema es que no apreciamos debidamente el carácter único de la competición espacial entre la URSS y los EEUU que se desarrolló entre 1957 y 1991. Una misión a Marte antes del año 2000 hubiese sido en cualquier caso muy improbable y sólo habría sido financiada si la URSS hubiese logrado poner un hombre en la Luna antes que los Estados Unidos.

Cuarenta años después el debate continúa: ¿vale la pena la exploración tripulada del espacio?¿No es mejor emplear sondas espaciales? El enfrentamiento entre partidarios de naves tripuladas y sondas espaciales no ha cesado en estos años. De hecho, es más fuerte que nunca. Los detractores de la exploración tripulada afirman que las misiones con personas dentro son demasiado costosas y consumen ingentes recursos que podrían dedicarse a la construcción de cientos de robots no tripulados. Personalmente creo que se equivocan. Porque la exploración no tripulada del espacio también hunde sus raíces en la astronáutica tripulada. Sin un sólido programa tripulado, es difícil creer en la sostenibilidad a largo plazo de la exploración mediante sondas automáticas. Las sondas no aglutinan el mismo interés político y tecnológico que las naves tripuladas. Con la investigación científica como único argumento, dudo mucho que los gobiernos de todo el mundo permitiesen a sus agencias espaciales lanzar decenas de sondas utilizando los fondos liberados por el programa tripulado. Más probable es que esos fondos adicionales acabasen con el tiempo invirtiéndose en defensa o en otras áreas no relacionadas con el espacio. Un caso paradigmático a este respecto es el Reino Unido. Hace muchos años que este país decidió no involucrarse en ningún programa espacial tripulado. Si los partidarios de la exploración no tripulada tuviesen razón, esperaríamos ver un mayor número de sondas con participación británica respecto a otros países con economías similares que mantienen programas tripulados, como Francia o Alemania. Sin embargo, éste no es el caso.

Además hay que tener en cuenta que la diferencia entre el coste de las sondas realmente avanzadas -Cassini, MSL, etc- y el de misiones tripuladas no es abismal. Naturalmente que una misión tripulada a Marte o a la Luna son muy costosas, pero que nadie piense que se podrían enviar numerosas flotas de naves no tripuladas con ese dinero. Por supuesto que las sondas son necesarias: hay demasiados rincones por explorar en nuestro Sistema Solar y resultaría físicamente imposible o económicamente prohibitivo mandar humanos a la mayoría de ellos. Pero hay lugares que podemos y debemos explorar en persona.

La cuestión es por tanto elegir el próximo destino para un programa tripulado. A corto y medio plazo, las limitaciones tecnológicas sólo nos permiten tres destinos: la Luna, los asteroides cercanos o Marte. Dado que es muy poco probable que el segundo objetivo sea el protagonista en exclusiva de un programa tripulado, sólo nos queda la Luna y Marte. La NASA es la única agencia espacial que tiene un plan oficial para regresar a la Luna en 2020. No obstante, las tribulaciones por las que está pasando el Programa Constellation no nos hacen ser muy optimistas sobre el pronto regreso a nuestro satélite.

Se ha repetido en muchas ocasiones que volver a la Luna nos permitiría preparar las tecnologías para un viaje a Marte. Aunque es cierto que algunos elementos de un programa lunar podrían usarse para una misión a Marte (lanzadores pesados, sistemas de soporte vital, etc.), lo cierto es que desde el punto de vista tecnológico esta proposición no tiene sentido. Si queremos ir a Marte, vayamos a Marte. La Luna no sería más que un desvío que consumiría todos los recursos del programa espacial tripulado, del mismo modo que los ha consumido el transbordador espacial o la ISS.

El problema de volver a la Luna es justificar ante la opinión pública el tremendo coste de esta aventura. Es cierto que, desde el punto de vista científico, nuestro satélite aún encierra multitud de misterios, pero no es menos cierto que, con la salvedad del helio-3, no hay en la Luna ningún recurso natural o investigación científica fundamental que pueda galvanizar a la opinión pública mundial. En los últimos años, la NASA ha intentado encontrar aplicaciones para una base lunar sin mucho éxito, como es la idea de montar un observatorio astronómico en el polo sur lunar. Y es que éste es el problema: buscar justificaciones para un programa espacial a posteriori no es una buena idea. "Vamos a la Luna y ya veremos qué descubrimos" no es un mensaje que incite a los gobiernos del mundo a desembolsar grandes sumas de dinero.

Marte, por otra parte, es un mundo complejo y con una historia fascinante. Sabemos que en el pasado tuvo las condiciones necesarias para que surgiese la vida. Tanto si ése fue el caso como si no, investigar el planeta rojo es esencial para entender la aparición de la vida en la Tierra. Además, hay suficiente hielo de agua en su superficie -y a poca profundidad debajo de ésta- para ayudar a mantener una base permanente. Si queremos buscar indicios de la existencia de vida, una expedición tripulada sería crucial para esta tarea. Viajar a Marte no requiere de justificaciones forzadas, pues se trata de un mundo cautivador en sí mismo.

El programa Apolo fue tremendamente caro, es cierto. Pero también hay que tener en cuenta que hubo que desarrollar una infinidad de nuevas tecnologías y vehículos espaciales en un plazo de poco más de cinco años. Hoy en día, la mayor parte de las tecnologías para un viaje a Marte están disponibles. Pese a lo mucho que nos queda por saber, conocemos mejor Marte en la actualidad de lo que conocíamos la Luna cuando Kennedy lanzó su famoso desafío en 1961.


Presupuesto de la NASA hasta el año 2000: la línea negra son las cantidades en bruto. Las barras representan la corrección por la inflación. Si nos fijamos en las cifras corregidas, podemos ver que la inversión del programa Apolo fue enorme, pero no excepcionalmente superior a la media (Mars Wars, Thor Hogan, 2007).

Un viaje a Marte sólo podría pasar por la cooperación internacional, un punto en el que la experiencia de la ISS sería fundamental. Por otro lado, sería necesario concienciar al gran público acerca de la utilidad de una aventura de este tipo, algo difícil -por no decir imposible-, en una sociedad como la nuestra: cínica, acomodada, sobreestimulada, con grandes dosis de analfabetismo científico y con un déficit de atención crónico. Si vamos a Marte, es importante priorizar los objetivos científicos frente a los políticos.

El principal legado del Apolo fue demostrar la capacidad de toda la Humanidad, no sólo de Estados Unidos, para viajar a otros mundos. Pese a las impresionantes barreras técnicas, científicas, políticas y económicas, logramos mandar a doce miembros de nuestra especie a la superficie de otro astro. Para las superpotencias, la carrera lunar representó la otra cara de la moneda de la Guerra Fría, la tecnología como marco pacífico de competición en un planeta al borde del suicidio nuclear. Al mismo tiempo que los EEUU arrasaban el sudeste asiático con miles de toneladas de bombas, naves espaciales tripuladas viajaban a nuestro satélite.

Nos toca a nosotros decidir si dentro de otros cuarenta años el programa Apolo seguirá siendo recordado como la única ocasión en la que el ser humano pisó otro mundo o, si por el contrario, finalmente será visto como el preludio de la exploración de nuestro Sistema Solar.





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