(Entrada aparecida originalmente en
Astrobloguers)
Dicen los cosmólogos que el Universo nació con una Gran Explosión, o como dicen los anglosajones, un “Big Bang”. En realidad, no fue realmente una explosión, pero eso es otra historia. El hecho es que nuestro cosmos nació hace unos 13700 millones de años, millón más, millón menos, y por lo tanto tuvo un origen definido en el tiempo. De hecho, el tiempo nació junto con el Universo ¿Y cómo podemos estar seguros de que esta teoría es cierta? ¿No es acaso una idea metafísica que se escuda en unas matemáticas complejas y que no tiene mayor relevancia?
Pues obviamente, no. La primera prueba de que el Universo no podía ser estático, como se pensaba en el siglo XIX, vino de la mano de Edwin Hubble, quien se dio cuenta de que el Universo se estaba expandiendo al observar el movimiento de las galaxias cercanas. Si el Universo cada vez era más grande, era obvio que en algún momento tuvo que tener un origen. Claro que la palabra “obvio” no tiene el mismo significado para un científico que para el resto del mundo. Para que fuese un resultado obvio, debía estar respaldado por alguna teoría. Por suerte, esa teoría existía: la Relatividad General de Einstein, la cual predecía que el estado natural del cosmos era inestable. O bien se estaba expandiendo o contrayendo, lo que concordaba con las observaciones de Hubble.
Aunque la teoría estaba de acuerdo con la observación de la expansión del Universo, los cosmólogos no estaban satisfechos. Había que buscar más evidencias. Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias, ya saben. La segunda evidencia del origen del Universo apareció al analizar una consecuencia lógica de la teoría del Big Bang. Si el Universo había sido originalmente más pequeño, tuvo que ser por fuerza mucho más caliente que en la actualidad, tanto que se originarían reacciones nucleares. Puesto que el Big Bang predecía que en el comienzo del Universo sólo se formó el elemento más simple -hidrógeno-, estas reacciones crearían distintos elementos, como por ejemplo helio y litio. La teoría de la nucleosíntesis primigenia -como así fue denominada- fue propuesta por George Gamow y Ralph Alpher, y encajaba bien con las observaciones de elementos a gran escala, aunque no explicaba la existencia de elementos más pesados. Pero esto último también es otra historia.
Faltaba una prueba concluyente, una que alejase cualquier posibilidad de duda respecto al Big Bang. Y esta prueba, este Santo Grial de la cosmología, era ni más ni menos que el resplandor de la creación. Si el Universo primigenio estuvo tan caliente como la teoría de la nucleosíntesis sugería, este calor no podía haber desaparecido por completo, del mismo modo que un pan recién sacado del horno conserva parte del calor con el que fue creado. Ya en 1948 Gamow y Alpher, junto con Robert Herman, calcularon que este calor residual debía ser de unos 5 Kelvin, o lo que es lo mismo, que en ningún lugar del Universo se podía alcanzar el cero absoluto, pues esta energía primordial impregnaba todos los rincones del cosmos. Poco después, Alpher, Gamow y Herman, volvieron a calcular el calor de fondo y obtuvieron unos 28 K. Esta temperatura podía ser detectada con la tecnología de la época, pero curiosamente nadie prestó atención a este dato. Y eso que había un Premio Nobel esperando a quien corroborase la veracidad de la predicción.
Hubo que esperar a principios de los años 60 cuando Yakov Zeldovich recuperó el dato de la temperatura de fondo del Universo. Como consecuencia, David Wilkinson, Jim Peebles y Robert Dicke, de la Universidad de Princeton, decidieron emplear una antena de microondas para detectar esta radiación. Pero a muy pocos kilómetros de allí, en Crawford Hill, dos ingenieros de los laboratorios Bell estaban trabajando con una antena de comunicaciones. Los dos ingenieros, Arno Penzias y Robert Wilson, tenían un problema: no podían eliminar un ruido de fondo que captaban constantemente con la antena. Tras comprobar que la radiación era homogénea, sólo cabían dos posibilidades: o era una emisión que provenía de todos los lugares de la bóveda celeste, o estaban ante un fallo de la antena. La pareja de ingenieros llegaron en un principio a la conclusión de que la causa del ruido eran los excrementos de una familia de palomas que habían usado la antena como hogar. Pero al limpiar la instalación y desalojar a los inquilinos alados, el ruido persistía. El azar quiso que Penzias y Wilson conociesen la existencia de un artículo pendiente de publicación -escrito por Peebles- sobre la existencia de una radiación de fondo en microondas. Poco después, los dos ingenieros llamaron a Dicke para discutir la relación de sus molestos ruidos con el origen del Universo. En ese mismo momento, Dicke se dio cuenta que el Premio Nobel se les había escapado de las manos. Efectivamente, en 1978 Penzias y Wilson recibieron el preciado galardón de la Academia Sueca.
Hoy en día se considera a este ruido, la llamada radiación cósmica de fondo, como la prueba más contundente del Big Bang. Y todavía podemos detectarlo usando un radiotelescopio casero, más comúnmente conocido como televisor. Y es que si elegimos un canal analógico sin señal, aproximadamente un 1% del ruido blanco que vemos en pantalla se debe al calor residual de la formación del Universo, más concretamente, la radiación generada al crearse los primeros átomos, unos 400 000 años después del Big Bang.
Y esta es la historia de cómo el origen del cosmos pudo ser confirmado pese a los excrementos de unas pequeñas aves y de cómo podemos detectar el calor de formación de los primeros átomos con un simple televisor. Así de asombrosa es la cosmología.
Penzias y Wilson delante de la antena que detectó el calor del Big Bang.