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Wednesday, August 22, 2007

Libro: Empires of the Word

Empires of the Word: A Language History of the World (Nicholas Ostler, 2005) me ha dejado con un regusto contradictorio. Tenemos por un lado una gran obra que intenta resumir en poco más de quinientas páginas cómo se han extendido por el mundo los principales idiomas hablados en la actualidad, tarea hercúlea donde las haya que sólo por su ambición merece ser elogiada. De hecho, nunca antes había leído un libro que intentase ofrecer una visión global de la historia de la difusión lingüística, ya que la mayoría de obras se nos hablan de la historia de la escritura o de la evolución de un determinado idioma o familia de lenguas, pero nunca se atreven a ir más allá. Por otro lado, está claro que en el tratamiento de un tema tan denso y complejo es imprescindible llegar a ciertos compromisos si no queremos que el libro se nos vaya de las manos. Algunos de esos compromisos son justificables: Ostler apenas hace mención a la historia de la escritura, aunque es el eje principal del libro, lo cual se puede entender, pues ya existen miles de obras en el mercado dedicadas a tal fin. Tampoco se pueden reprochar al autor los escasos detalles lingüísticos que aparecen sobre cada idioma, ya que está claro que el objetivo de la obra es presentar una visión de conjunto y no pretende ser una enciclopedia de las lenguas del mundo. Dada la nacionalidad del autor, también se entiende que el libro se explaye en el tratamiento dado al idioma inglés.

Otros puntos característicos de la obra no son tan justificables y son los causantes de que no me haya satisfecho del todo. Primero, la subjetividad del autor se hace a veces insoportable. Es normal que todos tengamos prejuicios, pero al elaborar una obra de estas características lo menos que se puede pedir es cierto distanciamiento "profesional". Efectivamente y por motivos que se me escapan, Ostler parece sentir un cariño especial por el portugués, el holandés, el sánscrito, el chino o (naturalmente) el inglés, frente al tratamiento un tanto despreciativo, cuando no abiertamente hostil, del árabe, el ruso, el español o el francés.

Esto es especialmente llamativo si comparamos los capítulos dedicados a la expansión del español y del inglés en América. Ostler no se puede resistir a la tradicional representación anglosajona de la historia de la conquista del nuevo mundo en la que los conquistadores españoles son unos diablos asesinos y genocidas que se dedican a exterminar bucólicos imperios indígenas a diestro y siniestro. Nada que objetar si no fuera porque unas cuantas páginas más adelante se nos presenta la expansión del inglés por los EE.UU. como un proceso de lo más natural, como si los nativos americanos se hubiesen reunido un día y hubiesen decidido en asamblea que lo mejor era adoptar el idioma del hombre blanco y cederles todas sus tierras sin protestar. Ostler hace mención a las "Guerras Indias", término eufemístico, imperialista y racista donde los haya inventado por los blancos de EE.UU. para lavar sus conciencias. El término "guerra" implica la existencia de al menos dos bandos enfrentados en cierta igualdad de condiciones (igualdad real o imaginaria), algo que difícilmente podemos aplicar a los enfrentamientos entre el ejército americano y los nativos americanos durante el siglo XIX. Eso sí, los españoles son malos malísimos (¿por qué no se habla entonces de "Guerras Aztecas" o "Guerras Incas"?) y los rusos son aún peor, aunque la expansión hacia el este del imperio del zar guarda cierta similitud con la conquista del oeste americana, con la diferencia eso sí de que el Imperio Ruso no se dedicó a eliminar sistemáticamente todas las tribus indígenas de Siberia (otra cosa es que le hubiese gustado hacerlo).

Este tratamiento "light" de la expansión del inglés roza la desfachatez cuando el autor se dedica a alabar las políticas de respeto hacia las minorías indígenas de los EE.UU. y cómo ciertas tribus incluso han aumentado el número de hablantes gracias a la bondad de la raza WASP. Desgraciadamente para Ostler, las cifras reales de hablantes valen más que mil palabras: el navajo, lengua que el autor pone como ejemplo de las benignas políticas indígenas de los EE.UU., cuenta hoy en día con unos 180.000 hablantes, número que podemos comparar con los 1,7 millones de hablantes del nahuatl, los 800.000 del maya yucateco, los 7 millones del guaraní o los 10 millones del quechua. Y eso que los españoles eran unos genocidas con cuernos y rabo, que si no...

Por otro lado, en su afán por hacerse enemigos, el autor machaca a gusto la importancia actual del inglés americano frente al británico, opinión bastante injustificada que merece todo mi respeto, aunque sea sólo por el valor de esgrimir un punto de vista que le puede enemistar con la mayoría de sus potenciales lectores.

Digresiones políticas al margen, otro punto que decepciona es la incapacidad del autor para sacar conclusiones. Es cierto que es un tema complejo, pero limitarse a decir tras quinientas páginas que "los idiomas más hablados son aquellos con más hablantes" es una perogrullada que ciertamente baja el nivel de la obra. Para ser justos, Ostler analiza con profusión los mecanismos de difusión lingüística, pero no se atreve o no quiere alcanzar una conclusión.

Podríamos resumir que los factores para la expansión de una lengua son los siguientes:
  1. Número de hablantes y emigrantes/colonos: factor decisivo y aparentemente obvio, pero que implica la existencia de un estado u organización que garantice a sus hablantes alimentos, estabilidad o, llegado el caso, medios para emigrar a otras tierras.
  2. Conquista militar: un factor popular que no vale de nada sin el anterior. Los diversos pueblos germánicos que se repartieron el Imperio Romano de Occidente fueron incapaces de imponer sus lenguas pese a conquistar su territorio. Naturalmente, en la actualidad los medios de destrucción modernos sí que pueden traer consigo la erradicación de una lengua por conquista militar. Un ejemplo es el exterminio de la mayoría de la población judía durante la II Guerra Mundial, que tuvo como consecuencia la práctica desaparición del yiddish en Europa. Otro ejemplo menos dramático es la casi total erradicación de las lenguas de los nativos americanos en los EE.UU.
  3. Prestigio cultural/religioso/tecnológico: el prestigio real o percibido de ciertas lenguas facilita sin duda su extensión o al menos su supervivencia, como fue el caso del sumerio en el segundo milenio a.C. o el francés en la Europa de los siglos XVIII y XIX. La religión también puede ser un factor decisivo, como es el caso del árabe, el latín medieval o, especialmente, el hebreo, lengua muerta que fue resucitada como idioma oficial del estado de Israel en los años 40.
  4. Existencia de otras lenguas "poderosas" en la zona: un idioma tendrá mucha más dificultades en extenderse por zonas donde ya se habla otra lengua franca o con prestigio. Un ejemplo es el fracaso de la expansión del latín en el Imperio Romano de Oriente, donde ya se usaban el griego, el arameo y el persa como lenguas de uso comercial, religioso y político.
  5. Tiempo de cohabitación: para que los hablantes de un idioma decidan de forma más o menos voluntaria renunciar a su idioma es necesario un cierto periodo de contacto entre la cultura "dominante" y la "subyugada". Un ejemplo es el español en América: hasta el siglo XIX el número de hablantes de esta lengua no llegó a ser mayoritario.
Estos factores ayudan a explicar ciertas contradicciones aparentes en la historia de los idiomas. Por ejemplo, Holanda creó un imperio mundial mediante la consabida mezcla de conquista militar y el establecimiento de rutas comerciales, pero el holandés sólo logró implantarse fuera de su país natal en Sudáfrica, no por casualidad el único lugar del imperio que experimentó una fuerte afluencia de colonos holandeses. Un caso similar es el portugués, que sólo logró implantarse de forma masiva en Brasil, gracias a la combinación de colonos portugueses y la extensa duración del dominio portugués sobre esa región del mundo.

Naturalmente, en la mayoría de casos los idiomas más hablados del mundo se han extendido mediante una combinación de estrategias. El latín en Occidente llegó a hombros de las legiones, pero sin el prestigio cultural que esta lengua poseía y los siglos que duró el Imperio Romano hubiese sido imposible que todo el oeste de Europa renunciase a sus lenguas vernáculas en favor del latín. Sin embargo por lo general el aspecto clave es el número de hablantes de la lengua en expansión, ya que si éste es suficientemente grande no importa que entre en contacto con otras lenguas de mayor prestigio. Como ejemplos tenemos a los pueblos turcos, que pese a abrazar las culturas árabe y persa, jamás renunciaron a su idioma, gracias a que sus conquistas no eran debidas únicamente a la expansión de una élite militar, sino que iban acompañadas de colonizaciones y traslados de población en masa. A la inversa, si la cultura subyugada goza de un gran número de hablantes y mucho prestigio, puede llegar a ser impermeable a las invasiones militares, como es el caso de China bajo el dominio mongol o manchú: pese a las leyes promulgadas para defender la identidad cultural y lingüística de los conquistadores (que siempre fueron una minoría ante la inmensa población del imperio asiático), ambas dinastías acabaron asimiladas por la cultura china en pocas generaciones.

Sin embargo, hay casos en los que resulta difícil explicar por qué un idioma no ha desaparecido pese tenerlo todo en contra. Un ejemplo es el euskera: mientras el resto de lenguas de la península ibérica se desvanecían ante el empuje del latín, este idioma ha resistido todos los embates de la historia. Algunos equiparan esta resistencia a la de las lenguas celtas, también frente al latín, en las islas británicas. En ambos casos se trataba de zonas alejadas de las principales rutas comerciales del Imperio Romano, con un importante número de hablantes y ajenas en cierta medida a la cultura urbana de los romanos. Aún así es un caso que está lejos de ser explicado satisfactoriamente.

Por último, el libro nos ofrece una reflexión sobre el futuro de los idiomas globales. Siguiendo la tónica habitual de la obra, Ostler decide llevarle la contraria a todo el mundo y se abstiene de predecir un futuro tranquilo y dominante para la lengua inglesa. Todo lo contrario, pues esgrime, no sin razón, los numerosos casos en los que lenguas aparentemente sin rival han desaparecido de la faz de la Tierra, lo que nos debe hacer escépticos ante la noción del inglés como lengua universal para toda la eternidad. En este punto Ostler menciona de pasada el revolucionario papel de las nuevas tecnologías en la difusión de las lenguas, aunque no se atreve a asegurar si traen consigo un efecto positivo para los idiomas más hablados o, todo lo contrario, ayudará a la supervivencia de las lenguas minoritarias.


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